Soy un hombre despedido, despojado de la carne que antes
colgaba ociosa e indistinta de los ganchos sucios del matadero, en espera de
mis cuchilladas orbitadas por las moscas pertinaces y metálicas.
Soy barroco por cumulación misérrima.
No me pagaban por las moscas, que a veces sí daban su frenética
pulpa en sacrificio, su sangre díptera. Sino por las incisiones, las sajaduras
que separaban la vaca en partes, cortes de valores estipulados, como la
shakesperiana media libra de carne.
Soy un paria, un viejo instantáneo, una pura mierda.
Mi complexión antes fibrosa y musculada, dotada para los
estoques y las fintas, apenas y guarda una distancia formal con la mucilaginosa
licuación de los muertos, prolijitos en sus losanges de madera, y a veces ni
eso, ni la más minúscula filiación con lo que alguna vez viviera.
Leo en la hoja de diario que hace de mantelito para mis
fideos con pesto, el asunto este de la criatura esa de las islas. Un híbrido
que sacaron del agua, el pibe con branquias, escamas y no sé qué más. Me
interesa de una forma extraña. O finjo que me interesa para sentirme humano, de
lleno el hicico clavándose en la bosta, remedo del gato al que mató, por lo
menos, la curiosidad.
Se me mete en la cabeza que verlo, tocarlo, develar el
misterio que entraña su aparición y rodea su vida anterior y su muerte, podría
ser, de alguna rara manera, crucial para mi, para esta forma de sobrevida, para
mi, vamos a darle un crudo nombre sacerdotal, salvación.