Un barco maderero lo sacó del agua con un guinche mecánico y
depositó, con cierta zozobra, la U invertida de su cuerpo, la sonrisa triste
del payaso, sobre unos troncos que tenían doscientas veces el diámetro de su
espinazo; una aspereza superficial y
mucho fuego en su interior, incapaz ya
de herir el tegumento blanco que enfundaba sus carnes sucesivas y jalonadas.
Lo palparon manos grandes, le miraron la sombra azul de las
agallas y el pequeño arpón venéreo; hicieron la mímica de saberle ciego el
pulso;
Siempre con la asustda conciencia de que aquello no debió
salir núnca del agua.
Arrancarle la gorra de latex roja con arabescos dorados
habría sido tan cruel y trabajoso como desollarlo.
Nadador quitado de las vetas de esas maderas frotadas por el
pintor alemán.
Tres o cuatro pescadores ociosos.
Visto por última vez el río grande, sus aguas abiertas como
la sangre en canal, donde la luz del sol se racimaba con violencia de fundición
vitriólica, y de olita incendiada e inconexa, sobre unos rodillos anónimos de
los que rascarían casas, cajones para fruta, leña de qué templanzas.
Espaldas ignorantes de tu facultad natatoria, de la alegría rara
de tus músculos al sentir las cosquillas de las raices de los camalotes, o
sortear un sauce gigante desprendido de la costa y saltar fuera del agua con
brío dorado; todos los movimientos, los desplazamientos del espíritu necesarios
para sonreír, para gestar esas sonrisas plenas que dejaban petrificados a
hombres y mujeres en los muelles; dudando por un instante, firme como el mundo
y sus basamentos, de que aquella vislumbre, epifánica, fuera cierta, tuviera al
menos el asidero caricioso de algunos sueños de que el habla parece, de pronto,
suspensa.
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